martes, 11 de septiembre de 2012

La plaza

Una de las cosas que más tristeza me provoca, entre las sensaciones posibles del mundo real, de la existencia en su extensión de vigilia, son las plazas. Las plazas durante la tarde, durante un bello día de sol. Me refiero a esas plazas que tienen un abanico múltiple de juegos para niños, pintados de diversos colores, con esmaltados que hacen que  brillen aún más bajo la luz del día. Los caminos están tapizados con conchillas de mar, traídas desde kilómetros de distancia, especialmente para no romper la tradición de las plazas clásicas, con suelo de conchillas. No hay nada peor que ser un niño y pisar esos pedazos de caparazón marino. Se te filtra entre las medias y se clavan en tus pies, y si por descender de algún juego, y en el descuido de la libido caótica de la infancia, caes con las manos al suelo, lamentarás que esté eso allí. El ruido de las hamacas, el ruido de los ‘chanchos’ esos tanques de metal amarrados con cadenas a cuatro palos, que simulaba una diversión extraña, la cuál sólo podías creer durante escasos minutos mientras estabas arriba de él, con las piernas abiertas hasta hacerte doler y dudar de su funcionalidad. Finalmente  descubrías con inocencia que ese juego era un fraude, en el cuál habías caído por culpa del frenesí inicial, que demandaba que encontraras complacencia para tu excesiva alteración física y psíquica de recién encarnado. Todavía eras un eco cercano a esa descarga eléctrica de deseo, que te había convocado a este mundo.
 Algunas plazas además, pueden tener de esas calesitas musicales, que uno ya puede intuir desde lejos su presencia en ese lugar, por la expulsión de un sonido de baja calidad, astillado, y canciones de décadas de antigüedad, que no hacen más que darle un toque retro a la situación, lo cuál puede conducirte aún más profundo, a los recuerdos de tu propia infancia, a una sensación de pastosa confusión y pena. Y justamente ahí está el problema, en mi infancia. Recuerdo mis tardes en las plazas. Esas tardes obligadas cumpliendo con las tareas de la niñez. El esfuerzo de los padres, empujando a sus hijos por el sendero de su posible felicidad, de la probabilidad de su felicidad en esos ámbitos. Pero en mi caso no fue sólo un intento de mis padres por brindarme un espacio en donde la semilla de mi vida pudiera brotar y alzar frutos de alegría; fue un acoso, una asfixia, un calvario hermético. Un intento obsesivo y desesperado, por darme lo que no me correspondía. Un intentar gestar una esencia, una individualidad, que ya estaba gestada, y que sólo necesitaba ser escuchada, en sus gustos, en su originalidad. Claro que eso jamás sucedió, entonces no tuve más opción que empacharme con un banquete de sabores desagradables, agrios y nauseabundos, cuyos demás comensales, colegas de mi tiempo, parecían disfrutar con un desdén por mi incomprensible.
No eran sólo las plazas el problema, en verdad, podía ser cualquier ámbito al aire libre, en donde los niños hacían desfilar sus juegos, entre gritos y espontaneidades violentas. Tengo el claro recuerdo de percibir como el contacto con el aire fresco y el sol, daba a los niños una lejanía con la empatía del diálogo y la camaradería verbal. Se ponían locos. Se salían de sus identidades rutinarias y certeras. Qué a pesar de ser indescifrables y posiblemente impenetrables por mi capacidad vincular, me daba más seguridad el poder al menos saber de antemano, con que expresividad me encontraría y como encontraría yo, con delicadeza y temor, una respuesta para encausarme en su proceder. Pero en estas situaciones, quedaba yo completamente desconcertada. Hasta aquellos niños, que podían ser mis amigos, ya no lo eran cuando frecuentaban estas condiciones de tiempo y espacio. Entraba yo en una receptividad a ese infierno por mi imaginado, en el que no podía evitar retraerme y responder de un modo autómata y mecánico, por justamente, tener toda la atención, todo mi foco y mis raíces emocionales, en un suelo de terror y angustia inexplicables. Aún así, rígida como una madera vieja y seca, me desplazaba a intentar establecer un vínculo. Sólo pensar en tener que hacer semejante esfuerzo, me hacía sentir todo el costoso trabajo y sacrificio que era en verdad la vida, que era poder conectarse y comunicarse, jugar con otro. Era un concepto un poco extraño todo este sentir interior que humedecía mis percepciones, teniendo como contraste, la dicha y el disfrute que resplandecía en los otros cuerpos, que yo consideraba como mis semejantes. Yo no entendía en absoluto la naturaleza de ese mundo. Pero estaba aislada con mis añoranzas de inercia, en una soledad, cuyo hermetismo tenía que ser capaz de romper. No tenía otra cosa que hacer. Debía intentarlo. El río fluía y se alejaba, mientras yo quedaba en las orillas, como un perro viejo y friolento, que no se anima a nadar. Entonces intentaba sumergirme dando los primeros pasos en esa agua helada y misteriosa, cuando al ver acercarse la primera ola, me retraía y volvía a mi situación inicial. El funcionamiento de todo ese sistema de interacciones era tan extraño. Me sentía como la pieza de un reloj armado, que intenta meterse a presión, en un reloj que ya tiene todas las piezas que necesita para funcionar correctamente. Yo era esa pieza inútil e innecesaria, relegada a la condición de desechable. Y lo sentía con profundidad e intensidad, con la certeza y sinceridad propias de la infancia. Pero en verdad, no había agotado todos mis recursos para seguir existiendo, antes de que la angustia, esa sensación que empezaba a coronar mi vida desde que se  volvió mercurial y venusina, me sustrajera para siempre y me negara los momentos dichosos y placenteros que también había conocido y de los cuáles me había creído dueña. Quedaba mi madre. Quedaba volver con ella. Esa imagen era lo único que podía sacarme de todo este pasillo de oscuridad y miseria en el que me había perdido bajo el sol de la tarde y las risas, mantras irracionales del horror, que entonaban los niños. Mi madre estaba allí, en alguna reunión con las otras madres, bajo un árbol, disfrutando un picnic y una amistosa charla. Pensar en ella era un derrame de una pasta refrescante y cremosa, que brotaba de los recovecos de mi amor insondable, imponderable, de inigualable dulzor. Si traía su imagen a mi mente, era imposible no desear estar inmediatamente con ella, teletransportarme a la comodidad de sus brazos, al disfrute del roce aromático de su cabello, a la ternura que me arroparía de la incomprensión del mundo y me apaciguaría con el calor de su sangre. El labor de ser mi madre no caía de la categoría de ser una misión divina, y yo lo intuía con totalidad naturalidad y confianza. Yo sabía que era inquebrantable su amor por mí. Yo sabía que podía arrojarme en su abismo, y que encontraría  una cueva eterna de amor y cuidados, de parsimonias de ternura y afecto. Cueva cuyas paredes aterciopeladas, púrpuras y rosas, me sonreirían al compás de la melodía de su voz, un suave néctar que limpiaba las asperezas que había acumulado durante el día, en la crudeza del mundo exterior, del mundo que yo empezaba a experimentar, que no era sólo ella y yo. Sucesivo a sentir toda esta belleza y seguridad  de la existencia de un algo mejor, de un algo verdaderamente exquisito, bondadoso y reconfortante, que como un efluvio me hacía disipar en un burbujear de tranquilidad, la burbuja se rompía y estropeaban mis frágiles y débiles sensaciones contra la pared de la realidad, fría e insistente como un metal. No podía soportarlo, la tristeza de mi deseo de retornar con ella era tan grande, que ya había roto la posibilidad de seguir tolerando todo este intento frustrado de acomodarme en esa maquinaria de arlquines dementes. Ya no podía, aunque sabía que debía. Sabía que mi madre, al verme retornar a ella, iba a sentirse frustrada por mi inadaptación social. Sabía que iban a venir futuros sermones, porque ya lo había experimentado muchísimas veces antes, cuando aún era un bebé, y podían tolerar, que quisiera volver a los brazos de mi madre. Pero ya era una niña grande, ya tenía cuatro o cinco años, y estaba muy atenta a lo que eso significaba en cuánto a responsabilidades, en cuanto a la madurez, al correcto proceder con mi propio crecimiento. Yo sabía que estaba rompiendo con mis mandatos de ser humano pequeño, en camino a la normalidad, en camino a instaurar una bandera de logro, que luego flameara en un destino brillante. Sentía dos caudales de sensaciones que aletargaban mi decisión, que en verdad, por su carácter de incendio y dolor agudo, ya no podía seguir extendiéndose más en el tiempo. En primer lugar, quería evitarle el dolor a mi madre, que tenía esos anhelos de normalidad para su hija. Pensar en que no podía ser quien ella quería yo fuera, me llenaba de compasión, por su dolor, por el desmerecido fracaso del que yo la haría ganadora. En segundo lugar no quería enfrentar su enojo inexorable. Era inevitable que se enfureciera y que me recriminara el por qué de mi retraimiento. Yo no quería dar explicaciones de ese tipo. ¿Cómo podía explicar una niña de esa edad, la complejidad de sus emociones? ¿Cómo podía encontrar palabras para un caudal tan enorme de un océano de terror y dudas, que decantaban mi propia naturaleza extraña, solamente  vivida, pero aún inexplorada en su profundidad y origen? Tenía miedo, porque vendría un posterior regaño, severo, y un comunicado a mi padre, que menos entendía de estas cosas, y que menos estaba interesado en ellas. El regaño vendría lejos de la gente, ya fuera de la plaza. Quizás cuando viajáramos en el auto, sin antes no pasar por el doloroso silencio y la expresión rígida en su cara,  gestos que destilaban tintes opacos y  sutiles venenos, que yo respiraba en una atmósfera densa, como llena de murmullos pesados pero silenciosos, aguijoneantes. Especialmente porque me negaría su amor, y que yo no encontraría las palabras para expresarle, cuánto lo necesitaba en ese momento.
Aun así, tras consideraras las inseparables contras de la decisión. La voluntad se quiebra como un icberg estruendoso, cuyo destino de desprendimiento está escrito. Me voy flotando, sin dar anuncio de mi determinación, y acelerando mi marcha mientras mi meditación se centra en la tierra, y en mis zapatillas blancas, limpiadas con un trapo por mamá antes de salir. Siento el cosquilleo del llanto en los oídos, el aturdimiento de la presión del mundo, que me expulsa de él en mi dolor. Encierro mis lágrimas, no quiero que mamá vea que soy débil, que volví porque no lo soporté más. Quiero fingir fuerza de espíritu, quiero hacer parecer que vuelvo con ella por una simple cuestión natural, que nada tiene que ver, con el arribo de un abismo antisocial. Mientras me voy acercando y saco mi mirada del suelo, al levantarla, la veo charlando, con la típica sonrisa en su rostro, con su esplendor y belleza. Es tan distinta a mi, es tan fuerte. Es mi complemento, es mi concepción de la perfección del otro. No necesito nada más, ni a nadie más que a ella, para levitar en los altares de la felicidad. Todavía no me ve, pero apenas me acerco unos metros más, me apunta con su mirada, y su corazón intuye el trasfondo de mi regreso. No puedo negárselo, ella lo sabe, aún así, intentaré poder hacerle creer esta vez, que nada malo está pasando. La miro y le sonrío con el nerviosismo de una hoja seca en el viento de sus emociones, mientras que sosteniendo uno de esos vasitos de plástico, me sirvo gaseosa, como para inventar un motivo más sano para justificar mi retorno. Pero con el vasito de plástico blanco ya en mis manos, bebo algunos sorbos, y ese sabor helado y azucarado, me recuerda que estoy en tierra firme. Y que ya nada, ni el enojo de mamá, me hará volver a vibrar en aquel infierno de desamor. Me siento protegida, todos los temblores y cristales de ardor y decepción, que sondeaban mi cuerpo, se desvanecen, se esfuman con el calor que desprende mi refugio. Estoy acurrucada de vuelta en mi mejor sueño, y aunque tendré que soportar regaños, ya no padeceré lo que he padecido con los otros niños, que es lo verdaderamente más atormentante, que hasta ahora he conocido. Me siento al lado de mamá, y ella me pregunta en voz baja, qué pasa, si todo está bien. Pero la entonación de su pregunta, enmascara que en verdad ya sabe la respuesta. Las otras madres me miran, y me juzgan por la conducta descolocada. Yo sé que me están juzgando, yo sé que no me comprenden. Tengo cuatro años, pero intuyo sus gestos, y siento desilusión por la hipocresía que enmarcan sus bocas, que con una sonrisa vidriada, intentan velar la verdadera naturaleza insensible de sus pensamientos.
Me quedo en silencio a su lado, y percibo el silencio que decidido arrojarme, como un balde pétalos viejos, morados y ya inservibles. Siento todo lo que siente. Hay una transferencia emocional, cuya reminiscencia de comunión uterina, sigue estando. Mientras que en una leve e inquietante sospecha intuyo, que no durará mucho más. No si tengo que volver a enfrentarme a estos encuentros maquiavélicos, que sé que volveré a enfrentar. Pasan los minutos y las madres empiezan a levantarse, a dispersar un poco el encuentro, mientras fingen acomodar cosas o ir a buscar algo a sus autos. Excusas que no puedo evitar percibir, tras haber notado ya desde antes, el aburrimiento que empezaban a experimentar por esas pláticas rancias e insustanciales. En ese alboroto, mamá ya no puede resistirse, y aprovecha la situación, para romper la barrera de hielo que ha montado, e intenta infiltrarse en mi, como un cálido aire que sabe que necesito y anhelo. Y que ella también anhela y que también necesita. Me ofrece más bebida y me dice que ya sería buenos que nos vayamos yendo a casa. Mi expresión de gratitud hacia los cielos por su clemencia, es tan grande, que debo resguardarla, profundamente, para no dejar las evidencias, de todo mi pasado traumático en esa plaza. Es el secreto de mis entrañas, que debo proteger y vencer alguna vez, para que ella no vea alterada sus días, con el cascabel de mis noches eternas e inentendibles. Saludamos a las mamás y decidimos no ir a saludar a los niños, por una cuestión de comodidad geográfica. Nos vamos por un camino de tierra entre árboles añejos, que despiden los aromas del triunfo de la cueva, las piñas en el suelo, son mis trofeos, son manchas de belleza y alegría. Mamá, decide no castigarme con esas amonestaciones morales y que a veces cree necesaria, y me devuelve la licencia de la sagrada comunión lunar con ella. Me dice que hace calor, y que si quiero ir a la heladería. Con una sonrisa que traza en su rostro, todas sus intenciones de cariño y perpetuo amor por mi.

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