martes, 16 de octubre de 2012

Dirección o Caos

Después de haber pasado por la dramática transición diaria entre el sueño y, este otro sueño llamado vigilia, decidí aprovechar los rayos que el sol naciente ofrecía a la ciudad. Hacía días que habíamos estado cubiertos por un cielo gris inalterable, con lluvias y lloviznas de gran inspiración para mis angustias más creativas. Era el mes de septiembre, y aquí en el hemisferio sur, estabamos adentrándonos en los brazos ansiosos de la primavera. Brotes por todos los árboles. Pequeñas florecitas de los árboles frutales se asomaban en la timidez de sus colores y suaves texturas. Así es siempre la primavera, entusiasta, optimista y siempre llega a tiempo. Todas esas cualidades me ponían a mi un poco molesta. Me sentía presionada por la prosperidad ajena. Aquellos pájaros en apareamiento, repletos de esperanzas, aquellos cerezos refulgentes de flores, los colegas génicos humanos que también empezaban a mostrar cierta afinidad anímica con este comienzo de ciclo. Todo eso me hacía sentir más aislada con mis propias sensaciones nevadas. Con la llegada del calor tenía que resguardarme, equilibrarme constantemente para poder mantener la temperatura necesaria que mi mundo interno demandaba. 
Esa mañana me levanté, lavé mi cara y mis manos con agua bien fría. Regresé a mi cuarto para cumplir con el ritual casi estigmatizado del día, la sacada de una carta diaria del mazo de tarot. Saqué la carta la estrella. Finalmente fui a la cocina y recogí unas pocas nueces que milagrosamente nadie había decidido exterminar. Caminé algunas cuadras hasta llegar a la parada de colectivo que había contigua a un enorme parque. Aquel parque era un depósito de soledad para mis memorias. Lo miraba desde unos metros, pero no ingresaba en él. Seguía esperando bajo el garito de la parada de colectivos. Esperando el colectivo se crea un intersticio extraño en donde uno queda suspendido en una isla mental, donde ninguna reflexión interesante se anima a surgir. Hay que estar demasiado atento porque el colectivo puede llegar, hay mucho ruido, colectivos estacionando, gente subiéndose, empujando. Gracias a Dios que uno está ahí de paso. Finalmente pude divisar mi colectivo que estaba llegando, era el número 17. Uno de mis colectivos preferidos. Me gustaba ese número, era un número bueno. No sé como explicarlo. Me caía bien. Estoy segura que si ese número pudiera tomar cualidades humanas, sería un buen amigo, sonriente y compasivo. Me subí al colectivo y encontré un asiento junto a la ventana, en la parte trasera, donde los asientos miran hacia adelante. Es algo muy acogedor encontrar un asiento cuando uno tiene pensado viajar durante una hora.
Abrí la ventana. Hacia un calor insoportable allí dentro. La gente parecía no percatarse. Creo que debería ser porque no era esperable tanto calor en un comienzo de septiembre, estaba fuera de lo normal. Es curioso pero lo he visto muchas veces. La programación masiva que hacen los humanos para sentir en conjunto. Un acuerdo colectivo para mantenerse en un orden, en una semejanza que los unifique, en una agrupación que nos los arroje al vacío de ser sin pertenecer. El problema es que a veces importa más cumplir con el convenio tácito, que sentir realmente en el propio cuerpo lo que está pasando. Mejor no hablemos de lo que puede suceder entonces con las ideas.
Cuando abrí la ventana un aire fresco entró abruptamente y calmó todas mis sensaciones de fuego. Es maravilloso cuando se encuentran esos choques de sensaciones. Y entonces se crea una tercera sensación muy aguda, con mucha velocidad, como un salto de paradigma. Hasta que lentamente va adquiriendo características de ambas temperaturas y texturas, y se  vuelve más moderada. 
Iba mirando por la ventana, con la cara expuesta al leve viento que me encontraba, me iba perdiendo en él. Los paisajes estaban sordos por el estruendo de la ciudad. Cada casa o negocio por el cual pasábamos dejaba una mueca extraña en mi espectáculo. Arquitecturas de la asfixia*, sueños despedazados del iluso que se creyó inmortal. Cemento como promesa de la vida eterna. Grietas. Grietas en las paredes, en las caras, en las charlas. Se las tapa con el unguento pesado de la palabra. Pero la palabra está perdida. La palabra ha nacido hace mucho tiempo, y le ha tocado morir también. La nueva palabra está siendo negada a nacer.
Una hipnosis profunda me deja pegada contra el vidrio de la ventana semi abierta. Veo así, pasar la parada en la que debería haberme bajado. Demoro unos pocos segundos y doy un salto en mi asiento, asustando al pasajero sentado contiguo a mi. Le pido disculpas apresuradas y logro bajar en la próxima parada. Desciendo del colectivo y me dirijo hacia la parada en la que debería haberme bajado. Al llegar empiezo a sentir una angustia de dimensiones que me sobrepasan. Recuerdo lo que había venido queriendo olvidar durante mi anecdótico viaje en el bus: He venido aquí en vano. He venido aquí por venir. No tenía destino. Nadie me esperaba en ningún lugar. Tampoco tenía que comprar ningún objeto. Sólo había viajado por el hecho de que existir demandaba hacer cosas, moverse, mirar y por sobre todo, creer que se está haciendo algo. Cuando se creía en algo, entonces ya no se creía sólo en la nada. Y esa nada ya no era una habitación vacía de paredes invisibles, sino que era el claustro de adoración y cuidado de un algo. Ser un algo ya te ponía en perspectiva, te otorgaba el don del destino, el don del viaje. La nada que iba cada tras objeto viviente o no viviente presente en este universo, amenazándolos con robarles el diamante iluminado que hacía brillar su alma. La existencia de la Nada hacia posible que todos esos diamantes luminosos corrieran, tomaran velocidad en la dirección de su preservación y así se entretejieran en la enorme prenda del mundo. Todos escapando del no ser. Y yo sentía que era un hilo desprendido de esa enorme prenda. La magna mano tejedora no me había anudado bien. Seguramente me había olvidado, porque los dioses también olvidan y también se equivocan. Pero yo intuía que no podía faltar mucho tiempo hasta que me vieran y me arrancaran de un tirón, o con una tijera, para no dañar el resto del tejido. ¿Y cuál podía ser esa tijera? Yo venía observando potenciales tijeras que podían arrancarme la vitalidad con un solo intento. Me había convertido en una paranoica. Esos personajes que uno miraba en alguna película en la infancia, y no se preguntaba el porque de sus características desgraciadas. 
¿Pero qué podía hacer? Ya estaba acá. Ya había nacido. Y había crecido y creído, me había ilusionado. Ahora estaba convertida en una sinfonía de angustia. En el canto de la demanda por el tiempo perdido. Recuperar ese tiempo para poder dejar de creer en él. ¿Quién no había soñado alguna vez con volver el tiempo atrás? Regresar y cambiar de lugar las fichas de las cuales brotó el destino.  Pero era utópico, no había una máquina del tiempo fantástica que sucumbiera los muros de la realidad empoderada. 
Así que me hice fuerte en ese momento, parada en el medio de la enorme ciudad inexplorada, incomprendida por mis comprensiones. Siempre había pensado que podría volverme loca en cualquier momento. Que era absolutamente posible. Como cuando era chica y temía en las noches. Mis padres me decían que no me preocupara, que los fantasmas o espíritus no existían, que eran cosas que sólo ocurrían en las películas. Sus palabras eran por entonces mis mantras nocturnos, mis oraciones. Quería creerles como una fiel fanática religiosa necesita creer en un Dios para poder justificar su existencia. Yo necesitaba creerles para dormir, pero era inútil, sabía que podían estar equivocados. Mi mente no podía traicionar las posibilidades del caos. Pensaba: Esta noche puede ser la noche, esta noche será la noche, y estoy convocando a mi muerte. Creo que todas las noches de mi infancia me he preparado para morir. ¿Será por eso que estoy un poco muerta ahora? Pensaba en que el enemigo nocturno podía venir, asesinarme de un cruel y despiadado modo, y dejar todo preparado para que al mis padres recibir mi cadáver, creyeran que fue un accidente. Yo sabía que los fantasmas podían ser inteligentes.
Otra de las posibilidades que el infinito me brindaba para inquietar mi sueño, era la de que algún demonio se apropiara de mi alma y dejara en mi cuerpo a una intrusa automática, capaz de dar respuestas inteligentes y no despertar ni una leve sospecha acerca de su inautenticidad. Terribles temores, que algunas plantas enteogénicas siempre pueden volver a suscitar con la misma intensidad.
Me quedé parada en la vereda, contra una pared áspera de un edificio, recordando mis enormes dolores de la infancia. Recordé por qué le temía tanto a la locura. Los fundamentos eran los mismos que los que tenía en mi temprana existencia. Por algún motivo desconocido siempre había estado en una extrema vulnerabilidad frente a todo lo posible. Sabía que lo posible no era sólo lo esperable. Recordé en esos momentos a mi querida abuela Rina, ya fallecida. Mi abuela paterna, pisciana. Una hermosa mujer que vivió su última década sumida en la locura. Recordaba ir a visitarla cuando ya estaba internada en un geriátrico y ella erraba  con mi nombre. Los adultos le señalaban que mi nombre correcto era Ornela y la incitaban a que volviera a repetirlo correctamente. Entonces ella lo hacía. Decía mi nombre correctamente. Eso dejaba a los adultos en una pseudo tranquilidad acerca de la leve incoherencia y el inocente olvido de la señora entrada en años, y enferma. Pero yo no podía evitar sentir el terror, el pánico. Como cuando la miraba a los ojos, y entonces ella me miraba. Pero no era a mi a quien miraba, no podía mirarme, no podía mirar a un alma, porque ella ya no la tenía. Yo sabía que su alma no estaba allí. Sabía que su cuerpo era sólo un resabio de información, un espejismo creado por la misma fuerza colectiva de su familia, incapaz de ver más allá de la situación. Era una máquina con datos y un corazón. Un corazón latiendo sin alma. No hay una imagen que me produzca más angustia y desolación. ¿Dónde estaba mi abuela? Yo sabía que no estaba allí. 
Después de ese deambular por los recuerdos, seguí mi camino por las calles abiertas. Todo parece mucho más grande y caótico cuando no tenemos una dirección. Todo revela su verdadera y cabal esencia de sin sentido. Se extienden los objetos sin dueño, como nubes pasajeras en el cielo de la creación. Solo un pasaje sutil y silencioso, un arribo tortuoso hacia la muerte. Rápidamente encontré una excusa para no deslizarme por ese el tobogán de la ilusión rota. Sellé mi camino con la creación de una necesidad. Me dije a mi misma que tenía hambre y que entonces tenía que encontrar algún lugar para comer. Casi no había comido cuando salí de casa, salvo unas 3 o 4 nueces que habían quedado. El hambre parecía ser una excusa real. Me alegré por la creación de un propósito. Haber viajado durante una hora para la Capital Federal para ir a comer algo. No estaba tan mal, no era necesariamente una locura, era un simple paseo de un sábado a la tarde. Claro que hacerlo sola hacia a la vida tan irrelevante que era mejor no pensar en ello. Caminé y caminé hasta encontrar un lugar más o menos accesible. Estaba bastante en bancarrota así que tuve que encontrarme un lugar barato. Entré en un bar en una calle del centro de la ciudad. Era bastante tarde ya, sólo quedaban algunos hombres viejos que habían tomado una cerveza para ahogar las penas luego de la jornada laboral. Menos mal que era sábado y mañana no trabajaban. Aunque de sólo pensar en un domingo más me daban ganas de trabajar explotada sin receso, hasta que se me oxidaran los huesos, y terminar así de una vez por todas con todo este sufrimiento.
 Tomé asiento en una mesa cercana al mostrador. El lugar tenía poca luz y se conformaba únicamente de colores opacos. La cara del mozo también estaba opaca, al igual que la del que manejaba la caja, que yo lograba divisar desde mi mesa. No había muchas opciones en la carta, así que me pedí unas papas fritas con una gaseosa. Terminé de comer y decidí quedarme un rato allí observando los movimientos del lugar. De todos modos, necesitaba hacer tiempo. El tiempo pasaría inevitablemente. Pero con un poco de ayuda de mi voluntad podía olvidar que existía tal cosa. El tiempo, el cambio. La conciencia no se siente cómoda con la noción de cambio. La conciencia se siente cómoda cuando se puede tirar en el sillón de la inercia y la confortable permanencia. Eso se hace, y uno queda hipnotizado con el paisaje cambiante, sin percatarse de que el tiempo se fue. Y entonces el ser puede quedarse en la tranquilidad como de quien mira una película. Un sucesión de hechos que quieren decirme algo; colores, sonidos, emociones. Estoy a la expectativa, entretenida por lo que se revelará al final. Y esta vida es una película lo suficientemente creativa y misteriosa como para no permitirte intuir el final. Seguramente saldrás del salón de cine sorprendido. Sí es que sales.
Miré el reloj en la pared para fingir que podía dejarme guiar por algo, para establecer un parámetro, un orden al cual seguir. Era un reloj viejo, típico de bar. Seguramente mientras transcurría mi infancia, mis tardes de escuela, mis vacaciones con mis padres; seguramente ese reloj permaneció allí. Y todo lo que ese reloj había percibido durante tantos años, habiendo tanta gente de paso, constantemente, entrando y saliendo. Miles y miles de historias a través de tantos años. ¿Y dónde estaba el alma de ese viejo y despintado reloj, que sería el cauce para el dolor de todas sus anécdotas, joyas en la oscuridad de la memoria? No sé, no podría saber si la tenía. Pero siempre pude intuir que había algo más detrás de los objetos. Algo más vivo que la frialdad de sus materiales tiesos. Quizás su alma estaba dibujada entre la solidez de sus moléculas, en la forma que ellas dibujaban, como una mueca más del caos al que todos pertenecíamos. O quizás su alma, estaba en mi. Quizás yo era dueña de toda su historia con sólo haberlo visto. Quizás esa era su estrategia para sentir. Sentir a través de mi. Y lo había logrado. Yo podía sentirme como ese reloj abandonado en la pared de aquél bar. Los ruidos de automóviles que se filtraban de la calle, el ruido de los platos, el ruido de la cafetera, también los olores a  comida durante los mediodías, el aroma del café durante las desayunos y las meriendas. Las tardes de lluvia en algún frío infierno en las que muchos venían a buscar refugio allí.  Sentí todas esas cosas con solo mirarlo. Supe que parte de ese reloj, no era más que yo misma. Me sentí un poco sola con toda la extensión de su mundo atravesándome. Después de terminar mis cavilaciones, pedí la cuenta, pagué y salí nuevamente a la calle.


*Frase original de Hakim Bey de la expresión: "La arquitectura de la asfixia y la parálisis será sólo volada con la celebración total de todo; incluso de la oscuridad" 

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