Sensaciones
de extrañeza a la mañana. De repente me despierto y no encuentro correlación
entre mi existencia y el mundo. A veces creo que no somos la misma cosa, que
estamos separados por densidades de universos que nos hacen juzgar con miedo,
uno al otro ( o para el caso de mi sensibilidad frente al mundo ).
La traumática transición entre los sueños y y la vigilia. Ese estado
intermedio, repleto de ansiedad por encontrar significado, por darle una razón
a la obligada correspondencia que hay que otorgar para seguir en esta vida sin
volverse loco. Entonces no me queda más que usar el viejo recurso que no falla
lo suficiente como para entrar en una completa despersonalización: los
recuerdos. Un viaje rápido hacia el pasado, llegar bien hondo, atravesando capa
por capa por días de mi vida. Capas de identidades a través de los días que
conforman una vida. Cascadas que barren al infinito y dejan ver lo fugaz de la
forma de mi existencia. Entonces llegar hasta allá, a ese lugar en donde los límites
entre lo que realmente fue y lo difuso, (que parece tanto un recuerdo como un
sueño) se tocan. Ahí es donde puedo alcanzar el impulso, cargada por la
excitabilidad de todas las membranas atravesadas. Ese impulso que necesito para
dispararme como una flecha al futuro. Para visualizar mi objetivo, el blanco
perfecto, por el consejo de mis vivencias. Pero entonces me doy cuenta que usar
ese método quizás es peor. Mis recuerdos ni siquiera son míos. No soy yo la
protagonista. Y ya no basta, llegado este estadio, con usar la frase célebre de
Heráclito, y de que un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río. Esas
frases se usan como parches psíquicos para seguir justamente, siendo el mismo
lo más posible. Para sostener la vieja torre que tras leves amenazas de caer,
recibe su dosis de cemento sostenedor. No se puede encontrar paz, ni consuelo
cuando estás derrumbándote. Los recuerdos ya no son míos. No son de nadie, se
perdieron en la eternidad. Pasan como la neblina, que avanza lentamente y te
roza la cara, la respiras, te humedece por dentro, y volves a exhalarla.
Intentas agarrarla con las manos pero sólo le cambias la forma. Pero no
le importa, no parece inquietarse por cambiar la forma, vuelve a acomodarse
nuevamente, con la misma lentitud y solemnidad inicial. No podes capturarla. No
es tuya. Su conformación no te debe nada a vos. Estás fundido. Estás en
bancarrota. No hay moneda energética para poder tensar la cuerda, para lanzar
la flecha. Esa flecha que se te cae entre las piernas, cae sin fuerza, con
desgano y sin rumbo. ¿Quién va a marcar la dirección ahora? ¿ Podes levantar tu
cabeza herida, para no seguir tropezándote? Pero no podés... tu mirada se
disuelve en las sensaciones nauseabundas de no haber podido lograrlo. El
espacio entre vos y lo demás, está hiperpoblado por pensamientos que se eyectan
como misiles al más nítido espejo. Te tragas los reflejos. Viajan como
misioneros del dolor hasta llegar a un centro. A un centro que los depure, que
los alquimice y los transforme. ¿Pero en dónde está ese centro? Una
fuerza centrífuga los dispara antes de que lo toquen. Huyen, escapan de la
fuente regeneradora. Nadie quiere aceptar la mortalidad de una identidad. Todos
quieren crecer con ella, conquistar con ella, llevarla lo más lejos
posible.
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